El forastero misterioso (trad. Susana Carral) by Mark Twain

El forastero misterioso (trad. Susana Carral) by Mark Twain

autor:Mark Twain
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Fantástico
publicado: 1916-01-01T00:00:00+00:00


CAPÍTULO VIII

EL SUEÑO NO LLEGABA. Y no era porque me sintiera orgulloso de mis viajes y nervioso por haber cruzado el mundo hasta llegar a China, además de despreciar a Bartel Sperling «el viajero», como se llamaba a sí mismo mientras nos miraba por encima del hombro, porque había estado una vez en Viena y era el único chico de Eseldorf que había viajado y visto las maravillas del mundo. En otro momento eso me habría mantenido despierto, pero entonces no me afectaba. No, en mi mente sólo cabía Nikolaus, mis pensamientos sólo eran para él y los buenos tiempos que habíamos compartido jugando y retozando en el bosque, en los campos, en el río, durante los largos días de verano; y patinando y deslizándonos sobre el hielo en invierno, cuando nuestros padres pensaban que estábamos en la escuela. Y ahora él iba a abandonar esa joven vida, los inviernos y veranos llegarían y se irían y los demás jugaríamos y vagaríamos por ahí como siempre, pero su lugar estaría vacío; ya no lo veríamos más. Mañana no sospecharía nada, se comportaría como siempre, y a mí me iba a extrañar oír su risa y verlo hacer cosas triviales y frívolas, porque para mí sería un cadáver, con manos como la cera y ojos apagados, y vería el sudario rodeando su rostro. Tampoco iba a sospechar él al día siguiente, ni al otro; pero, entretanto, su pequeño puñado de días se consumiría y el horror estaría cada vez más cerca, mientras su destino lo iba cercando, sin que nadie lo supiera; únicamente Seppi y yo. Doce días, sólo doce días. Pensarlo era un espanto. Me di cuenta de que en mis pensamientos no lo llamaba por sus diminutivos —Nick y Nicky—, sino que me refería a él con su nombre completo y con reverencia, como se habla de los muertos. Además, a medida que los recuerdos ocupaban mi mente con un incidente tras otro de nuestra camaradería, me fijé en que, sobre todo, se trataba de casos en los que yo le había perjudicado o dañado, por lo que me reprendía y me llenaba de reproches; mi corazón se rompía de remordimientos, como suele pasar cuando recordamos nuestra mezquindad con aquellos amigos que se han ido al otro lado y deseamos recuperarlos —aunque sólo sea un momento— para ponernos de rodillas y decirles «ten piedad y perdóname».

En una ocasión, cuando teníamos nueve años, recorrió casi dos millas para hacerle un recado al frutero, quien como recompensa le regaló una manzana espléndida. Corría hacia su casa con ella, loco de asombro y placer, cuando se encontró conmigo y me dejó mirarla, sin imaginar siquiera una traición. Pero yo salí corriendo con la manzana en la mano, comiéndomela mientras corría, y él detrás de mí, rogando. Cuando por fin me alcanzó, le entregué el carozo, lo único que quedaba, y me reí. Se dio la vuelta, llorando, y me dijo que había pensado dársela a su hermanita. Aquello me afectó, porque la



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